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Cuando era niña me gustaba pasear bajo los cerezos que adornaban  el jardín de mi casa. Contaba mi abuela que los había plantado  su familia, generaciones atrás, y que ella recordaba haberlos visto igual desde siempre: Invariables y majestuosos… como si el tiempo no hubiese transformado su forma y tamaño. Como si ya hubiesen nacido así.

 

Cada año, al terminar el curso, con el calor del verano llegaban las  tardes de siesta para los adultos que nos dejaban tiempo libre a los niños para campar libremente por el pueblo. Yo esperaba impaciente, tumbada a la sombra boca arriba, a que  las cerezas que asomaban entre las ramas, estuviesen en el punto preciso para ser cogidas. Naturalmente, las primeras, las más rojas y más grandes, se encontraban en la parte alta de las copas, y rara vez podía llegar a ellas.  Debía esperar, por tanto, a que fuesen madurando de forma paulatina las que estaban más abajo, tratando de paso de evitar  en ese tiempo, que los pájaros se apropiasen de ellas antes que yo.

Con este ejercicio mantenido a lo largo del tiempo, aprendí a tener paciencia.

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A lo largo de la vida, he descubierto que saber esperar el momento adecuado en cada caso,resulta con frecuencia mucho más resolutivo que escalar  cimas imposibles en busca de supuestas quimeras extraordinarias, alcanzables sólo si se llega hasta allí en ese preciso momento.

También es cierto que esta especial prudencia ha motivado un cierto nivel de pasividad en mi, y que me ha mantenido inerte ante algunos trenes que pararon frente a mi puerta, mientras me planteaba si debía subir a ellos o quedarme en el andén. Muchas veces he terminado levantando los hombros y pensando…- Otra vez será-

Sin embargo, es cierto que en otras ocasiones, tener calma me ha permitido disfrutar de algunas cosas en el punto justo en que no hay nada que se pueda mejorar. Y en esas circunstancias, las pequeñas  cosas de cada día toman una dimensión extraordinaria y se valoran con la importancia de quien tiene ante sí un tesoro inalcanzable para los demás. He tenido, y aún tengo, la suerte de mi lado, al considerar que forman parte de mi propia vida, algunos instantes únicos e irrepetibles que han sido míos tras vencer una batalla frente al tiempo, con las dos únicas armas que van siempre conmigo a todas partes: tenacidad y paciencia.

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Hace poco volví al huerto de los cerezos en el que tantas veces ejercité mi fantasía inventando futuros que llegarían con las cerezas. Seguían allí, como siempre desafiando el tiempo con la misma estampa altiva y romántica que a mi me encantaba. Miré desde  la cancilla de madera que antes me parecía la puerta del paraíso, y busqué entre los rincones a la niña que soñaba mirando al cielo… recordaba el color de su vestido, y el olor a jazmín que siempre parecía perseguirla. Me encantó jugar al escondite con su recuerdo.

Di la vuelta al cercado y llegué al viejo molino de agua, cuya rueda veía girar a menudo, moliendo el trigo que los vecinos habían segado tiempo atrás. Quise llegar a un pequeño saliente, al final de la canaleta que vertía el agua sobrante en el río, y sentarme allí como antes, con las cerezas en la mano mirando fluir el agua mientras las saboreaba despacio. Y descubrí que la niña del vestido floreado y las coletas rubias, seguía tranquila en el mismo sitio. A la espera de que hasta allí llegase lo que fuera que tanto tiempo llevaba esperando tener.
Me pareció ver, que con sus pequeños piececillos metidos en el agua, alargaba tranquilamente la mano hacia algún lugar en el que se sentía feliz.

… Y sonreía …

 

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